

Durante décadas, Israel bombardeó sin consecuencias. Hoy, por primera vez, descubre que no todo el mundo está dispuesto a arrodillarse.
LA ERA DE LA UNILATERALIDAD MILITAR SE RESQUIEBRA: NETANYAHU YA NO DECIDE SOLO QUIÉN VIVE Y QUIÉN MUERE
Durante años, la doctrina israelí se construyó sobre una premisa tan simple como devastadora: se puede bombardear, ocupar, asesinar y sitiar sin pagar un precio real. Todo se amparaba en una narrativa moral prefabricada: la del Estado que “se defiende”. Se defendía lanzando bombas sobre Gaza, expulsando a familias palestinas de sus casas, asesinando periodistas, bloqueando alimentos, electrocutando manifestantes o impidiendo el acceso al agua potable. Se defendía vulnerando decenas de resoluciones de Naciones Unidas y despreciando con desdén a la Corte Penal Internacional. Se defendía matando.
Pero ese equilibrio macabro, sostenido por la inercia de la posguerra mundial, por la culpa europea y por el padrinazgo norteamericano, ha empezado a resquebrajarse. Y no por un gesto diplomático, ni por una condena internacional, sino por la respuesta militar de Irán, por brutal que sea, por reprochable que resulte. Porque por primera vez en mucho tiempo, Israel ha descubierto que sus decisiones ya no son unilaterales. Que sus actos tienen consecuencias. Que no solo Gaza arde.
Las imágenes de misiles cayendo sobre Tel Aviv, la alarma en Jerusalén, el cierre de espacios aéreos en Jordania y Siria, el miedo desplazado por una vez al lado que siempre impone el miedo, han cambiado el tablero simbólico de la región. El mito de la invulnerabilidad ha estallado, y con él, el relato de la impunidad.
DEL DERECHO A DEFENDERSE A LA GUERRA DE ELECCIÓN: LA CRISIS DE UNA NARRATIVA INTOCABLE
La reacción del Gobierno israelí ha sido la esperada: multiplicar los bombardeos, atacar refinerías, ejecutar asesinatos selectivos. Netanyahu no gobierna: sobrevive. Y en su desesperación, arrastra a su país a una guerra de largo alcance solo para no reconocer que su arrogancia estratégica ha dejado de intimidar a quienes ya no creen en su invencibilidad.
Lo que Israel llama “defensa” es, desde hace meses, una campaña sostenida de destrucción sobre una población civil desarmada. Así lo ha definido el informe de la relatora especial de la ONU, Francesca Albanese, cuando denunció en mayo que se estaban cometiendo crímenes de genocidio en Gaza. Así lo ha entendido la Corte Penal Internacional, que ha emitido órdenes de arresto no solo contra miembros de Hamás, sino contra el propio Netanyahu y su ministro de Defensa, Gallant. Es decir: el mundo ha empezado —tarde, tímidamente— a nombrar las cosas por su nombre.
Y lo que ocurre ahora es una consecuencia directa de ese giro. Ya no es solo la población palestina quien sufre los bombardeos, sino que el conflicto se extiende a quienes los orquestan, que por primera vez en años tienen que mirar al cielo y temer por su propia seguridad. No es justicia. No es equidad. Pero es la ruptura de la lógica de castigo sin respuesta que Israel ha explotado durante décadas.
LA DERROTA DE UNA IDEA: EL PODER MILITAR COMO ÚNICA VERDAD
Lo que está en juego no es solo la geopolítica de Oriente Próximo. Es la legitimidad de una ideología de supremacía armada, donde quien tiene la tecnología tiene la razón, y donde la vida palestina no cuenta. Israel ha operado bajo esa lógica con el aplauso de gobiernos europeos que venden armas mientras publican comunicados de paz, con la cobertura de Estados Unidos que veta resoluciones mientras financia el bombardeo de escuelas, con la complicidad de medios que se indignan cuando cae un misil en Tel Aviv, pero callan cuando mueren 80 niñas en Rafah.
Esa arquitectura de cinismo internacional ha comenzado a tambalearse. Y aunque quienes hoy disparan desde Teherán no representan una alternativa democrática ni pacífica, su acción marca un punto de inflexión estratégico. Israel ya no es impune. Puede seguir matando, puede seguir bombardeando, pero ya no lo hace en un vacío de consecuencias.
Por eso arde Netanyahu. Por eso estallan las declaraciones. Porque por primera vez, su arrogancia genocida ha encontrado un límite. Uno que no ha puesto Occidente, ni la ONU, ni los tribunales internacionales, sino la cruda realidad de un mundo que se le está escapando de las manos.
Y eso, para quienes han jugado a ser invencibles, es el principio del pánico.